«¿Podés creer que nunca vi un peso de la SUBE? Es más: me enteré de que era empleada cuando leí las notas en el diario», dice Marcela Ashley mientras toma el té en un estudio de Recoleta. Da un trago y se lamenta: «Qué vergüenza, por favor. Nunca pensé que iba a estar involucrada en una cosa así. Esto es una historia de Fellini».
LA NACION reveló que Ashley fue contratada en 2011 para supervisar durante diez meses el boleto electrónico, según consta en el expediente de la Secretaría de Transporte. Como «stakeholders management» su sueldo mensual era de 24.300 dólares; su contrato sumó 247.860 dólares.
«¡Mirá si voy a cobrar eso! ¡Ya sería millonaria! Nunca firmé un contrato. Nunca trabajé para Global Infrastructure [la empresa que supervisa la tarjeta]. No entiendo qué pasó», repite Ashley.
En diálogo con LA NACION, Ashley explica que Stephen Chandler, jefe del control de la SUBE, le ofreció «el trabajo soñado»: implementar la Oyster card [la tarjeta del transporte de Londres] en Buenos Aires. Un alto cargo gerencial como número dos de Global Infrastructure (GI), la empresa que supervisa la SUBE, con decenas de viajes a la capital británica pagos -incluida su mudanza a la Argentina- y un sueldo en dólares. Pero la ilusión terminó de golpe: tras dos años de espera, el consultor inglés -asegura- se esfumó sin dar explicaciones.
«Cuando volví a Buenos Aires y vi esas máquinas en los colectivos no lo podía creer. No tenían nada que ver con la Oyster. «Qué lástima que no le dieron el contrato a Stephen [Chandler]», pensé.
Ashley es especialista en transporte, habla cuatro idiomas, estudió en Estados Unidos y se diplomó en La Sorbona, pero actualmente está desocupada. Vivió cuatro años en Inglaterra y trabajó en el London Underground hasta que, en 2011, ésta inconclusa promesa laboral -sostiene- terminó con su estadía.
«Me imaginé que Chandler no había ganado la licitación. Que le daba vergüenza decírmelo después de tanto esperar», relata Ashley. Y, entre risas, recuerda su primer contacto con la SUBE: «Cuando volví y vi esas máquinas en los colectivos no lo podía creer. No tenían nada que ver con la Oyster. «Qué lástima que no le dieron el contrato a Stephen [Chandler]», pensé».
Su sonrisa se transformó en un segundo. Con el ceño fruncido, lanza: «Me quería morir cuando veía colas desde las cuatro de la madrugada para conseguir la tarjeta. En Londres jamás vi a la gente muerta de calor matándose por la Oyster, ni tener que mostrar su documento para que te la den».
Ashley vivía en el coqueto barrio de Marylebone. Sus actividades sociales estaban vinculadas al círculo anglo-argentino, entre el arte y la filantropía. Desde que su nombre apareció en la sugestiva licitación para controlar la SUBE, esta profesional de «30 y pico» intentó reconstruir sus últimos años en Londres. Entre anécdotas tragicómicas recuerda cada paso de la negociación que la mantuvo alerta durante dos años.
Todo comenzó el 3 de julio de 2009 en una conferencia sobre la situación política en la Argentina de la que participaron diplomáticos y empresarios. Allí -cuenta- conoció a Chandler, uno de los disertantes. En el primer diálogo le ofreció trabajo, un puesto que fue su anhelo antes de convertirse en pesadilla.
Se reunían dos veces por mes en el mismo restaurante cerca del Green Park. El consultor británico la mantenía al tanto de las novedades de Buenos Aires. «Siempre me decía que el contrato se estaba por firmar. Así me tuvo todo ese tiempo». Luego intercambiaban documentos por correo electrónico. Lo primero que le envió -rememora- fue el pliego de la licitación.
Aunque el concurso recién daba sus primeros pasos en 2009, Chandler decía que era «segurísimo» que lo ganarían. «Ibamos a trabajar en las oficinas de Iatasa [otra de las empresas que conforma el consorcio]. Chandler no quería pagar alquiler. «Vamos a ganar lo máximo posible», me decía», detalla Ashley.
LA NACION reveló que GI, actualmente a cargo del control de la SUBE, no tiene oficinas en Buenos Aires. Tampoco tiene sede central en Gran Bretaña. En la fachada de su domicilio legal, en el pueblo de Bicester, funciona una peluquería.
«Me hablaba sobre [el ex secretario Juan Pablo] Schiavi. Me decía que había dos mujeres dentro de la Secretaría de Transporte que estaban organizando todo. Que el contrato ya estaba ganado», asegura.
La supervisión de la SUBE le cuesta al Estado 10 millones de pesos más como consecuencia de una sugestiva licitación ganada por ex asesores de Transporte, en ese entonces a cargo de Schiavi.
Las únicas mujeres que firmaron los documentos clave del concurso fueron Nora Turco, directora nacional de Planificación y Coordinación del Transporte, y Gabriela Boaglio, asesora legal de Proyecto Transporte Urbano Buenos Aires (Ptuba).
En esa licitación -financiada por el Banco Mundial-, Turco y Boaglio integraron el comité de evaluación que recomendó contratar al consorcio integrado por GI, Ingeniería en Relevamientos Viales SA (IRV), Iatasa y González Fischer y Asociados (GFA) pese a contar con una oferta un 25% más económica.
Según pudo saber este medio, Chandler fue recibido por estas funcionarias en las oficinas de Transporte a comienzos de 2009, antes de que comenzara el concurso.
LA NACION accedió a decenas de correos electrónicos que Ashley intercambió con Chandler. En esos e-mails, el consultor inglés sostiene que la información sobre los avances en la licitación se la entregan sus «espías» dentro de «la Secretaría».
Ante la consulta de este medio, en Transporte fueron tajantes: «Ya dijimos todo lo que teníamos para decir».
En uno de los encuentros -continúa Ashley- Chandler le pidió un CV firmado. Según pudo comprobar LA NACION, ese mismo currículum enviado por correo electrónico es el que consta en el expediente (traducido al español).
«Cuando discutimos el sueldo, le sugerí ganar 10.000 dólares por mes. «¿No es un poco excesivo?», me respondió. Después, cuando me enteré de los 24.000 dólares me moría de la risa. Esto es de Fellini»
En los documentos oficiales de la licitación, la especialista en transporte integra el equipo de profesionales de GI. Sus antecedentes, sus virtudes y su formación fueron parte de la evaluación realizada por Transporte.
Sin embargo, sus antecedentes -denuncia- fueron fraguados. «Recién me entero que trabajé en la India, en la República Checa y Alemania. Esto es una truchada total», se quejó.
Mientras acomoda sus papeles, Ashley recuerda un diálogo con Chandler. «Cuando discutimos el sueldo, le sugerí ganar 10.000 dólares por mes. «¿No es un poco excesivo?», me respondió. Después, cuando me enteré de los 24.000 dólares me moría de la risa. Esto es de Fellini», repite.
En su último encuentro, en marzo de 2011, el consultor inglés le hizo un pedido y una promesa. Le reclamó una fotocopia apostillada de su pasaporte y le prometió que en 72 horas le mandaría una copia de su contrato. Feliz por el desenlace, Ashley ya buscaba fecha de mudanza. «Desde ese momento, desapareció. Nunca más me respondió una llamada, un e-mail, un mensaje de texto. Nunca supe más nada sobre el proyecto», explica.
Ante las consultas de LA NACION, en GI no se pusieron de acuerdo sobre la situación de Ashley. Primero aseguraron que no la conocían, pero después dijeron que «ya no pertenece a la compañía». Este diario comprobó que actualmente no es empleada de la firma inglesa.
Los salarios de los empleados para supervisar el boleto electrónico representan casi el 70% del contrato de 65 millones de pesos. Sólo para los tres «empleados extranjeros», la suma es superior a los 2,5 millones de dólares.
Chandler, dueño de GI, cobra 40.000 dólares mensuales durante cuatro años como máximo responsable de controlar la tarjeta. Para tal fin, la empresa británica debía emplear -según consta en el contrato- a dos asistentes: Ashley y Steve Beer. La suma de sus haberes alcanzan los 650.000 dólares.
Además de los millonarios sueldos, el Estado contempla casi 500.000 dólares entre los 72 vuelos internacionales y sus respectivos viáticos.
Ashley toma un trago de té y cuenta otra anécdota: «Le dije a Chandler que estaba muy contenta de trabajar en la Argentina con una empresa inglesa porque no eran corruptos. Me miró y me respondió: «No te creas. Los ingleses somos iguales de corruptos que los argentinos, pero lo escondemos mejor»».
Fuente: www.lanacion.com.ar