Hoy comida china, mañana francesa y al siguiente egipcia… Nuestros platos hace tiempo que empezaron a ser «políglotas», pero nuestro genoma no ha aprendido idiomas tan rápido como nuestro paladar. El nutrigenetista José María Ordovás explica por qué nuestro organismo prefiere alimentarse de las tradicionales comidas autóctonas, antes que de sofisticadas y exóticas comidas.
Un mismo guiso servido en dos mesas separadas por medio mundo es más nutritivo para el comensal que lo disfruta como un plato típico de su gastronomía que para el que lo prueba como una exquisitez exótica; y no solo por una cuestión sentimental, sino porque sus genes han tenido siglos para aprender a beneficiarse de lo que conocen.
«La globalización, desde el punto de vista de la salud, creo que nos ha venido mal» afirma en una entrevista con Efe el catedrático de Nutrición José María Ordovás, director del Laboratorio de Nutrición y Genética de la Universidad de Tufts (Boston, EEUU).
Y ello se debe a que, aunque cada individuo tiene un genoma único, este proviene «de una interacción de nuestros antepasados, generación tras generación, con un hábitat». Una relación de la que se derivan unos polimorfismos genéticos (variaciones dentro de una secuencia de ADN), que determinan qué dieta es más favorable para la población de ese entorno y que se suele corresponder con aquellas que responden al «mantenimiento de las tradiciones» gastronómicas de su región de origen, consecuencia de la adaptación desarrollada a ellos para garantizar la supervivencia de estos individuos.
«Casi todos los errores (nutricionales) vienen precisamente del abandono de las tradiciones y la asimilación de costumbres que no son nuestras», sentencia.
La lista de la compra genética
Para este pionero en nutrigenética, una disciplina impulsada por los descubrimientos realizados a partir del Proyecto Genoma Humano (PGH) a principios de este siglo y que permitió unir dos áreas de investigación como son la nutrición y la genética clásica, la incorporación de alimentos que no forman parte de una cultura «nos ha hecho perder ese coloquio genético-ambiental y se ha producido una cacofonía» en nuestros genes que llevan a nuestro organismo a preguntarse «¿para qué quiero yo esto?».
Así, las investigaciones de este campo desmontan mitos como que la comida o las costumbres milenarias orientales son un ejemplo a seguir: «Lo que viene de oriente es sano para ellos», severa. Por ejemplo, la escasa ingesta de productos lácteos como el queso por la falta de una cultura ganadera dedicada a ello ha supuesto que la genética de esas personas «no se desarrollara para aprovechar eso». En cambio, para un occidental «un buen queso» está lleno de beneficios y podría entrar en esa hipotética lista de la compra personalizada genéticamente.
Comer para prevenir
Aunque en unas cuantas generaciones nuestro genoma «que es tremendamente plástico» podría acostumbrarse a estas nuevas fuentes, Ordovás, cuya carrera ha sido reconocida con el Gran Premio de la Ciencia de la Alimentación y con el Nutrition Science Award de la Sociedad Americana de Nutrición, teme que «nos vayamos a adaptar a ser obesos» y que convirtamos esta enfermedad en «algo natural».
Por ello su trabajo es preventivo. «Mediante la predicción de lo que nos puede pasar décadas más adelante podemos evitar eso de lo que hablamos habitualmente: después de los 40, cuesta abajo». Así, apuesta más por la mejora de la calidad de vida que por la prolongación de la misma intentando controlar «el gatillo» ante determinadas patologías para las que estamos predispuestos, como la diabetes o incluso el cáncer, que se pueden «disparar» según nuestros comportamientos y factores medioambientales de nuestro entorno.
El catedrático no solo señala las novedades en la alimentación como los ejemplos a no imitar según lo «grabado» en nuestro ADN, sino que invita a no forzar comportamientos culturales: «Si eres un monje anacoreta está muy bien, pero es justo lo contrario a culturas como la mediterránea o la latinoamericana, basadas en la socialización».
Cocinar es de inteligentes
El conocimiento que personas como Ordovás obtienen no es «solo sobre la gastronomía, sino también gracias a ella», puesto que, además de formar parte de la cultura, aprender a cocinar nos hizo cultos. O, al menos, nos dio las energías adicionales necesarias para el desarrollo de nuestro cerebro.
Según explica Ordovás, el aprendizaje sobre las posibilidades de combinar y cocinar alimentos para sacar mayor rédito de ellos es el punto de inflexión, sobre todo a partir de la inclusión del fuego, en la evolución que llevó al desarrollo del Homo Sapiens Sapiens. «Nos abrió totalmente a una mejor absorción de nutrientes, no solamente de origen animal o vegetal, que de otra manera no podríamos consumir» y «nos dio el aporte energético para que el cerebro pasara de cuatrocientos y pico gramos a 1,3 kilos».
Fuente: www.efe.es