La importancia de sentarse a jugar con los hijos

La importancia de sentarse a jugar con los hijos

¿Qué se les juega a los chicos en los juegos de la infancia?

Se les juega el descubrimiento del mundo, el crecimiento, la maduración, el humor, la elaboración de situaciones problemáticas y, por lo tanto, la salud mental. También, el aprendizaje, la socialización, es decir que se les juega… ¡la vida!

¿Hay algún juego que sea muy determinante en el crecimiento? ¿Los proponemos los padres o los «traen» los chicos?

Los chicos traen los juegos. De todos modos, es bueno que sepamos cuáles esperar para poder estimularlos si por algún motivo no lo hacen. A veces los adultos interrumpimos los juegos sin darnos cuenta de su importancia madurativa y tras dos o tres experiencias de ese tipo los chicos pueden abandonarlos: cuando un bebé de ocho meses tira la cuchara al piso la mamá seguramente se enoje y lo rete porque no sabe que ese bebé está jugando a hacer desaparecer no solo la cuchara sino a su mamá (que se agacha a buscarla), para después recuperar a ambas creyendo que fue él el que logró esa magia de que su mamá y la cuchara reaparezcan. «¿Dónde está? Acá’ ta» es otro juego clásico de los bebés que no siempre alentamos o favorecemos.

De todos modos, tenemos que estar especialmente atentos a la aparición, antes de los tres años, del juego de representación o de roles (a la mamá, a la maestra, a los policías, vendedores, etc.) y sería muy bueno que favoreciéramos ese juego durante unos cuantos años. Hoy, si es que aparece, pierde vigencia cada vez más pronto, por lo atractivos y adictivos que resultan los jueguitos electrónicos, los dibujos animados, y también por los juegos de competencia, que cada vez empiezan más temprano….

En tu libro decís «el juego es un antibiótico para las afecciones del alma». ¿Por qué?

Porque los chicos se ’curan’ jugando, haciendo a otros lo que sufrieron ellos, repitiendo situaciones para dominarlas, del mismo modo que los adultos hablamos y contamos lo que nos pasa todas las veces que sentimos la necesidad de hacerlo, hasta que logramos procesarla (por ejemplo, contamos una operación, un parto, una pelea o el asalto que sufirmos en la calle). Ellos hacen lo mismo ¡jugando!

A veces los padres no advertimos la importancia de jugar un rato con los chicos. En tu libro das consejos sobre cómo reservar un rato para ellos, corto pero bueno, útil (para ambos). Hablás de «floor time»… ¿Nos contás de qué se trata?

Que los adultos detengamos nuestra vida «seria e importante» para concederles unos minutos por día de nuestro tiempo los hace sentir valiosos, importantes, se construye un espacio de intimidad que dura en el tiempo, y a su vez a los padres nos organiza. Cuando tenemos más de un hijo puede ocurrir que estemos siempre apagando incendios de alguno de ellos, atentos al más demandante o con más problemas, y quede de lado el chico que no trae problemas, que no por ello tiene menos necesidad de presencia de padres y de tiempo de intimidad con ellos.

Los chicos todo el tiempo nos dicen «mirá mamá, mirá papá». ¿Por qué lo hacen y por qué es importante que respondamos a esa necesidad?

Porque necesitan sentirse valiosos para nosotros y mostrarnos las «genialidades» que hacen (tan geniales como saltar en un solo pie…), y no les alcanza con una sola vez. Cada vez que respondemos y miramos fortalecemos su autoestima y favorecemos sus conexiones neuronales, porque el cerebro necesita esa retroalimentación positiva frecuente, inmediata (y no «¡ya voy!»), específica (que realmente se note que vi lo que hizo) y no crítica.

¿El juego, en la infancia, es un espacio de «trabajo» y de aprendizaje de los vínculos con los demás?

Más que espacio de trabajo lo llamaría espacio de oportunidad de aprendizaje de los vínculos con otros.

La sociedad se ha vuelto muy competitiva y uno ve todo el tiempo padres compitiendo en el cole o en el club, con los hijos como «rehenes» de deseos y rollos de «grandes». ¿Por qué es importante salir de esa situación, revisar actitudes, y cómo hacerlo?

Porque cuando los chicos compiten ya no juegan. En inglés distinguen el juego libre (play), que es el juego del que estoy hablando, del juego con reglas y de competencia (game), que idealmente debería llegar muy despacito a la vida de los chicos, cuando ellos se interesan por conocer las reglas y por ganar. Y ese momento llega, no hace falta acelerarlo.

Hoy muchos juegos son pasivos y los niños juegan en lugares chicos, con una retracción de los espacios públicos. Hay pocas oportunidades de poner el cuerpo en juego, de ensuciarse, de experimentar con los sentidos. ¿Es importante generar estos espacios?

En el cerebro ocurren «podas» neuronales. Tenemos un potencial de desarrollo enorme, pero cada tanto esa poda hace desaparecer las conexiones o vías que no se usan. Por eso hablamos de «ventanas de oportunidad» para que las cosas ocurran: el chiquito que aprende a andar en bicicleta a los cinco o seis años va a dominarla mucho mejor que el que lo hace a los veinte. Nuestra tarea es ayudarlos a madurar en todas las áreas -lo que probablemente implique que no se destaquen en ninguna-, hasta que más cerca de la pubertad ellos puedan saber lo que relamente les gusta y disfrutan haciendo. Todos tendemos a creer que no nos gusta aquello que no nos sale bien, o no sabemos hacer; es un mecanismo de autoprotección para no sufrir, y tendemos a hacer aquello que nos sale bien. Con nuestro sostén y acompañamiento tiene que vencer sus fiacas, miedos e inseguridades.

Los hijos, en general, no quieren desilusionarnos y se ajustan a nuestro deseo. ¿Cómo podemos conocer y estimular lo que ellos desean más allá de nosotros? ¿Cómo garantizarles amor materno/paterno más allá de que satisfagan lo que esperamos de ellos?

Lo lograremos si nos acostumbramos a separar la persona de nuestro hijo de su conducta. ¿Y cómo se hace? Comprendiendo lo que sienten, piensan, desean, imaginan, incluso piden, y delimitando lo que dicen o hacen. Vale enojarse con mamá porque no deja tomar Coca pero no se le puede pegar ni se la puede insultar. Así van confirmando que sus personas no sólo son queridas sino también queribles, y que papá y mamá regulan su conducta pero no su mundo interno. Esto los hace «fuertes». Esto es un «problema» para nosotros, los padres, porque defienden mejor su posición, pero vale la pena que se sientan con derecho a discutir y a protestar, porque eso habla de su fortaleza interna. Aunque hay unos cuantos negativistas desafiantes que lo hacen desde la fragilidad, pero no son la mayoría.

La vocación: ¿se nace o se hace? ¿Es posible que de chicos ya vayan «sabiendo» qué quieren ser de grandes? ¿Podemos «escucharlo» y acompañarlo de algún modo?

Hay quienes saben, hay otros que dicen lo que suponen que sus padres quieren oír. Es difícil que un chico lo sepa, si en muchos casos los de 17 todavía andan perdidos. Una cuestión a tener en cuenta: la carrera que era ’la mejor’ cuando estudiábamos nosotros, puede no serlo hoy. El mundo cambia, y las necesidades laborales también, por eso creo que es mejor escuchar mucho y opinar poco en ese tema.

En tu libro hablás de «ventanas de oportunidad». Y decís que no tenemos que enamorarnos de las habilidades de los hijos ni ensañarnos con sus dificultades, y que tenemos que habilitar y acompañar espacios de exploración, sin exigencias. ¿Podrás compartir consejos sobre cómo avanzar en esa dirección? ¿Por qué nos cuesta aceptar que nuestros hijos no sean «perfectos», sean diferentes o no compartan lo que «todos» sus pares hacen?

Inevitablemente tendremos que hacer el duelo por el hijo que deseábamos tener, incluso por el que imaginábamos. Sólo así haremos espacio adentro nuestro al hijo real, al que tenemos en casa, que es tan imperfecto como nosotros, y que no vino a este planeta para curar nuestras inseguridades ni cumplir con nuestros deseos personales no satisfechos. Trabajemos nuestra autoestima, porque si es alta todo se hace más fácil para aceptar a nuestros hijos. Esto no significa no esperar nada de ellos, porque eso los dañaría, sino encontrar un punto justo de expectativas.

A veces advertimos que nuestros hijos no son «buenos» para algunas cosas, o que los rechazan por ello. Los vemos sufrir, los vemos evitar explorar para no exponerse, los vemos inseguros, avergonzados, frustrados, con miedo. ¿Qué podemos hacer por ellos? Decís, sabiamente, «enseñemos a los chicos a inhibir algunas acciones o palabras, pero no sus emociones o sentimientos»…

Cuando un chico está conectado con su emocionalidad completa, puede ser bueno sin ser buenudo, hacerse respetar, no hacer caso, animarse a intentar cosas nuevas. Este es justamente el tema de mi segundo libro, que sale en abril y se llama «Capacitación emocional para la familia»?(Cómo entender y acompañar lo que sienten nuestros hijos).

Maritchu Seitún


Fuentehttp://www.entremujeres.com/

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