Coincidencia cínica del calendario. El 7 de diciembre (el famoso 7D) era el día señalado para que el Grupo Clarín perdiera sus privilegios y se adecuara, al fin, a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. No fue, claro, lo que ocurrió: casi en simultáneo a la gentileza de la Cámara Civil que le prorrogó la medida cautelar, Clarín presentó ante la Comisión Nacional de Valores el EBITDA del tercer trimestre y su correspondiente balance interanual. El EBITDA constituye un cálculo de las utilidades acumuladas por una compañía antes del pago de impuestos. Pero en el caso del Grupo, esos números exhiben algo más: cómo se alimenta el formidable dispositivo de poder creado por su CEO, Héctor Magnetto.
Clarín vive, crece y se alimenta gracias al monopolio de la televisión por cable. El propio Grupo lo confiesa en su balance: al cierre de septiembre, el multimedios obtuvo utilidades por 2.039 millones de pesos. De ese monto, televisión por cable e Internet (Cablevisión) aportó 1.833 millones, o sea, el 90 por ciento del total. Ese crucial aporte es producto de su envidiable rentabilidad. En el período relevado, las ventas de Cablevisión ascendieron a 5.510 millones de pesos. La rentabilidad por ventas en ese negocio fue del 33%, tres veces la renta promedio de la Argentina.
Estos números sólo se explican por la posición dominante del Grupo en el mercado de cable, situación que cambiaría drásticamente con la aplicación de la ley. En su balance, Clarín reconoce que posee el 48 por ciento del mercado; la AFSCA, por su parte, le adjudica el 52 por ciento. En ambos casos, el Grupo supera el límite del 33 por ciento que impone la ley, con el agravante de que en la mayoría de las jurisdicciones opera en soledad gracias a una agresiva estrategia predatoria que terminó con la competencia en buena parte del país.
La presencia monopólica de Cablevisión permite que el Grupo gane dinero y, a la vez, financie al resto de sus actividades, los “fierros mediáticos” que utiliza para desplegar su influencia política, económica, cultural y social. Dicho de manera sencilla: Canal 13, TN o Radio Mitre, por caso, no podrían pagar los salarios que les pagan a sus estrellas ni cubrir su costo operativo si no fuera por las fabulosa rentabilidad del cable que, vía reinversión de utilidades, nutre al resto de los negocios del Grupo.
Si bien no es un secreto que Clarín sólo busca proteger sus negocios frente a la democratización de la palabra que propone la ley, el dato cobra especial relevancia por las características de la campaña que eligió para preservar esos intereses. Utilizando a sus empleados periodísticos, administrativos y técnicos –incluso llegó a orquestar marchas sembrando el terror del desempleo entre ellos–, Clarín pretende convencer al público de que su lucha es en defensa de la libertad de expresión. Nada es más eficaz para limitar la libre circulación de opiniones e ideas que poseer el control de un tendido de cable que conecta a la mitad de los usuarios del país. Esa posición dominante permitió que el Grupo favoreciera a sus productos informativos –como la señal de noticias TN o Canal 13– y destruyera o invisibilizara a eventuales competidores, como hoy ocurre con el canal de noticias CN23, Paka Paka o Telesur. Este mismo esquema de censura fue aplicado con éxito en el mercado gráfico, donde la firma conducida por Magnetto se encargó de limitar el acceso de sus competidores al papel –vía Papel Prensa– y a la pauta publicitaria privada con métodos linderos con la extorsión, como en su momento denunció el director de Editorial Perfil, Jorge Fontevecchia.
El balance presentado por el Grupo frente a la CNV exhibe el resultado de estas tres décadas de competencia desleal, posiciones dominantes y depredación: los accionistas del Grupo Clarín embolsan millones encubiertos en el discurso del “periodismo independiente” y la libre expresión. En eso no son los únicos, claro. Pero sí son los únicos que se niegan a cumplir con la ley que pretende ponerle límites a este largo festival de hipocresías.