Hubo un momento en la vida de Adriana Altamirano de Pedreira que todo era vacío.
Ese presente obnubiló su futuro, la plantó como quien se para en el borde de un precipicio y cierra los ojos y lo que hay, lo que siente, es la nada.
Tal vez al tocar fondo, esta mujer que hoy sonríe y revolea el diploma en las célebres escalinatas de la Facultad de Derecho, transformó su vida en un presente constante, se despojó del porvenir para conquistarlo.
A los 84, ayer se convirtió oficialmente en abogada egresada de la UBA . Recibió el diploma rodeada de aplausos y de chicos y chicas que podrían ser sus nietos pero fueron sus asombrados compañeros.
“Soy abogada porque quiero ayudar a los pobres”, se presenta.
Sin el soporte emocional con el que suelen contar quienes tienen hijos, a Adriana le costó, pero finalmente llenó con el estudio y el conocimiento el hueco de una pérdida demasiado movilizante.
“Resulta que se murió mi esposo, éramos muy compañeros”, introduce, con un acento correntino que resiste a la cotidianidad de décadas porteñas. Fue en 1992. Ella tenía 64 años. “Me sentía muy sola y fui al médico. Me dijo que fuera al hospital de niños a ayudar para sentirme bien. Yo veía a esos chicos sin plata, iba con 100 pesos de aquellos años y volvía sin nada y volvía peor. Me hacía peor”.
Entonces con su médico pensaron qué le hubiese gustado hacer de no haber conocido ni amado a su esposo Waldemar como para dedicarle la vida entera. “Me hubiese gustado estudiar, pero los hombres se van donde los atienden mejor, así que me quedé con él”, sonríe, y se acomoda el pelo negro a lo Mafalda.
Ella quería ser abogada, pero sólo había terminado la primaria . Así que al borde de los 70 arrancó de nuevo. Hizo tres años de secundaria en turno noche, luego un año de CBC y finalmente la carrera, que terminó en seis años.
“Yo soy abogada para pobres. Siempre vi la gente que no tenía nada. Siempre hay alguno medio ligero que les hace cosas que no debe.
Yo voy a ser abogado de pobres, no para explotarlos . Esa fue la intención mía, y más para distraerme y salir de la casa”, cuenta.
Adriana quedó, como ella dice, “solita”.
Así que el tiempo que le entregaba a Waldemar se lo regaló, todo, entero, a aprender y estudiar. “Yo tenía todo el tiempo dedicado a eso, me limpiaba el departamento el sábado, y el domingo lavaba ropa. Pero en la semana iba a la Facultad y enseguida que llegaba ya repetía. Usted, si tiene chicos, le obliga a repetir lo que hizo ese día, hasta que aprende bien. Porque si deja para otro día no aprende nunca más”, aconseja. Eso le hace acordar la sorpresa que les generaba su dedicación y esfuerzo a sus nóveles compañeros de cursada: “Es que los chicos tienen la novia, y también esa Internet que inventaron ahora”.
Como abogada, se describe sin modestia: “Siempre me gustó el derecho. Soy muy competente, muy derecha.
Si a mi me dan un juicio creo que lo llevo ”. Reconoce que quisiera tener su estudio y tiene claro quiénes serán sus defendidos: “Los pobres siempre piden un abogado y siempre viene algún vivo que les sacan lo poco que tienen. Para eso yo quisiera ayudar”.
Adriana también tiene otro deseo, que cuenta en voz baja. “¿Le podrá pedir a la Presidenta? Dígale que me recibí de abogada, que quisiera tener esa emoción de darle una mano a ella como mujer y a los pobres”, pide. Hace un silencio y cuenta que en la entrega del diploma pensó mucho en su marido. Pero Adriana sonríe otra vez y susurra al oído del cronista: “Nunca tuve la oportunidad de poder saludar a un Presidente y tener una audiencia. ¿Le avisa a Cristina? Alguna cosita le quiero pedir. ¿Entiende?”.
Fuente: http://www.clarin.com