Comunicar malas noticias es siempre un trago difícil de afrontar. La cosa se complica si a quien hay que contárselo es un niño, cuya capacidad de entender y asumir lo sucedido es mucho menor y el impacto que el hecho tendrá en su desarrollo puede ser negativo. Pero la realidad es que las experiencias negativas forman parte de la vida, y los adultos somos los responsables de ayudar a los más pequeños a comprenderlas. ¿Cuál es la mejor manera?
Empecemos por lo que no se debe hacer. Uno de los errores más frecuentes es no hablar de estos temas, en la convicción de que los niños no se darán cuenta. Sin embargo, son grandes observadores que perciben todo aquello que les rodea y demuestran una gran sensibilidad para aquellos temas que preocupan a las personas relevantes para ellos. Evitar hablar del tema es pretender ocultarles la realidad y no evita que de todas formas se hagan una idea de lo sucedido, que muy posiblemente será errónea. Además, impide que el adulto sepa cómo se siente el niño y cuáles son sus miedos y preocupaciones, con lo que será imposible ayudarle a superarlos.
Es importante analizar y ser conscientes de los propios miedos que tenemos los adultos, incluyendo la resistencia a tratar el tema con el niño. Un autoconocimiento sincero permite afrontar nuestras propias resistencias. Además, nunca debemos perder de vista la reacción del niño, de forma que seamos capaces de adaptarnos a sus deseos de conversar o no sobre el tema, a sus emociones, curiosidad, inquietudes, miedos, creencias, etc. Dicho de otro modo, es el propio niño el que marca el ritmo y dirección de la conversación, indicando hasta qué punto está preparado para hablar.
No es necesario ni conveniente contar todo lo sucedido sin filtro alguno. Casi tan traumático como vivir directamente una experiencia crítica puede ser la sobre-información y la exposición continua a datos, narraciones e imágenes de dichas experiencias. ¿Qué conclusión puede sacar un niño de 5 o 6 años tras ver en la televisión un día tras otro las imágenes de los atentados del 11-M en Madrid? Un adulto sabe que su integridad física no corre peligro (por lo menos, no de forma inmediata), pero los más pequeños, en cambio, pueden tener dificultades para discernir si su seguridad está amenazada.
Son adecuados mensajes como que las catástrofes ocurren muy pocas veces, o que la muerte es un hecho natural aunque triste, dando información sobre nuestras propias reacciones (“no estoy asustado, aunque sí triste”). La diferencia entre estar preocupado y estar asustado debe quedar también clara: “estamos preocupados por lo que ha pasado, pero no tenemos miedo de que nos vaya a pasar lo mismo”; “no hay que asustarse, porque estamos tan seguros como siempre hemos estado”.
La información tiene que ser clara, repetirla de forma coherente tantas veces sea necesaria, y evitar que las explicaciones sean peores en cada repetición. Es decir, la información más amenazadora debe formar parte ya de la primera explicación. No obstante, en situaciones muy complejas o graves puede ser más conveniente dosificar, de tal manera que se añada nueva información sólo cuando el niño haya asimilado la anterior.
Si como pauta educativa general es importante que el niño se sienta escuchado y comprendido, en estas situaciones se vuelve básico. Sus preguntas deben recibir respuesta, con un lenguaje claro, sencillo y adaptado a su edad. Eludir dar respuestas es abonar el campo para que el niño fantasee y se invente sus propias explicaciones o, lo que puede ser peor, las encuentre en otras fuentes poco fiables. Los amigos de su edad, aun con buena intención, pueden dar falsas ideas, alimentar miedos y sembrar creencias contraproducentes.
Aunque sea una obviedad, las respuestas deben ser ciertas (“a los niños hay que decirles siempre la verdad”, cantaba Les Luthiers), evitando mensajes que puedan dar lugar a asociaciones erróneas (por ejemplo, “el abuelo se ha dormido para siempre”, en una mente infantil, puede provocar miedo a dormir).
En estas situaciones, la proximidad y el contacto físico son muy importantes. Aunque depende del carácter de cada niño, en general necesitará nuestros abrazos, besos y caricias. El niño debe sentirse querido, entendido y seguro, y la cercanía física es imprescindible para ello.
Si notamos que se encuentra desorientado y no entiende sus propias emociones, ayudará el hecho de ponerles nombre y normalizarlas con comprensión y empatía: “Se que te sientes triste, es normal”, “si quieres llorar, está bien, es normal, yo también estoy triste”… En niños pequeños, el uso de metáforas basadas en la naturaleza, historias o cuentos puede ser muy útil, al ser elementos ya conocidos que pueden servir de anclaje para que exterioricen sus miedos y preguntas. Cualquier forma de expresarse puede ser de ayuda, como dibujar, cantar, escribir poemas, cuentos, hacer un álbum de fotos, etc.
Y, si es posible, conviene dar la oportunidad al niño de que ayude. Llevar juntos una donación para una catástrofe, colaborar en los cuidados de un familiar enfermo, o incluso llevar flores en el funeral pueden servir para que se sienta útil y alivie parte de los temores que pueda tener.
Fuente: http://www.elefectogalatea.com